"San Agustín nos enseñó que el propósito de la vida es buscar la verdad y vivir de acuerdo con ella", continuó Giancarlo. "Pero, ¿qué hacemos cuando la verdad es difícil de discernir? ¿Cuando las líneas entre el bien y el mal se difuminan? Aquí, en este Comité, debemos ser los guardianes de esa verdad, aun cuando el costo sea alto".
Edison, acostumbrado a un enfoque más racional y científico, se sintió desconcertado por la mezcla de religión y política. Sin embargo, no pudo evitar sentirse atraído por la pasión de Giancarlo. Cee, por otro lado, se sentía más cómoda, recordando las enseñanzas religiosas de su infancia.
La discusión se intensificó cuando uno de los miembros del Comité, un ex sacerdote convertido en jefe mafioso, compartió una anécdota sobre un ajuste de cuentas en nombre de la justicia divina. La historia, cruda y violenta, reflejaba la dualidad de la moralidad y la justicia en el mundo real.
"En una ocasión", narró el ex sacerdote, "me enfrenté a un hombre que había traicionado a su comunidad. Su traición había llevado al sufrimiento de muchos inocentes. Recuerdo sus palabras finales antes de que se hiciera justicia: "¿Quién eres tú para juzgarme?" Le respondí: "No soy yo quien te juzga, sino tus propias acciones. A veces, la justicia requiere una mano firme, aunque pesada".
Las palabras resonaron en la sala, creando un eco de reflexión y duda. Edison y Cee intercambiaron miradas, comprendiendo la complejidad de la moralidad en el mundo en el que operaban.
De repente, las puertas de la sala se abrieron de golpe. Un hombre de apariencia desaliñada y ojos brillantes de embriaguez irrumpió en la sala. Llevaba un abrigo raído y una barba descuidada. Los guardias se apresuraron a detenerlo, pero Giancarlo levantó una mano para detenerlos.
"Déjenlo entrar", dijo Giancarlo con voz firme. "Quiero escuchar lo que este hombre tiene que decir."